
Aquel que se siente escritor o escritora es porque necesita serlo. Escribir se convierte en una forma de vida elegida, a veces compartida con otras profesiones, en una actitud quizá, o simplemente es un sueño que vamos construyendo dentro de nosotros mismos. Independientemente de la edad, cuando terminamos de escribir nuestra primera novela, en seguida, buscamos cómo dar salida al texto. Inicialmente, nuestro total desconocimiento de cómo funciona el sector editorial nos da alas —desde nuestra inconsciente valentía y repletos de ilusión— para iniciarnos en la eterna tarea de hacer llegar nuestro manuscrito a las editoriales. Hablo de inconsciente valentía porque, en ocasiones, ese desconocimiento del sector —insisto en ello— nos anima, con más fervor que cabeza, a buscar entre las grandes editoriales. ¿Por qué no? —nos decimos a nosotros mismos— ¿Por qué no probar a ver qué pasa? Por lo general, no pasa absolutamente nada. Cuando digo nada, es nada. Nadie nos responde salvo contadas ocasiones en las que, afortunados de nosotros, contamos con el apoyo de algún familiar, periodista, o de la bondad de otro autor que vela por nosotros. El porcentaje de escritores o escritoras noveles que forman parte de este último grupo es más bien escaso.
¡No nos desanimemos! Queda camino por recorrer, es cierto, pero no siempre los caminos largos son tediosos. A veces, resultan muy gratificantes, incluso cuando no hay ni siquiera una fuente donde detenerse a echar un trago.
Así que, después de varios meses sin que entre en nuestro correo electrónico una sola línea que nos proporcione un mínimo de aliento, ni una carta esperanzadora en nuestro buzón, caemos en la primera crisis. Este primer desencanto podría formar parte de los que vendrán después, aquellos que irán formándonos como escritores. Este primer desencanto es el que nos saca de nuestra tierna miopía, de nuestro tierno ego. Es algo así como revivir aquella primera vez que un novio o una novia nos dejó plantados unos días antes de las vacaciones estivales. Quizá, el sentimiento sea bastante parecido. Un sentimiento de derrota mezclado con cierta ira. No, no, rabia, mejor hablar de rabia. Es precisamente esa rabia la que hace más fuerte al escritor. Sí, así es. El desprecio de las editoriales —que no negativas, ya que estamos todavía en esa fase de la terrible indiferencia— se vuelve un revulsivo para cualquier autor que se quiera un poco a sí mismo. Sobre todo si detrás de ese malogrado manuscrito hay mucho trabajo, años quizá. Por las noches nos quedamos mirando al vacío e imaginamos una enorme caja de cartón, una inmensa caja de cartón, repleta de manuscritos como el nuestro, que días después serán incinerados en los sótanos editoriales. Quizá, si la editorial tiene consideración y tiempo, nos encontraremos nuestro texto de nuevo en el buzón, algo arrugado, con una carta modelo en la que leemos nuestro nombre acompañando de un “lamentándolo mucho”. No podemos dormir, sudamos esa rabia de nuevo, nos arrugamos con nuestro texto y apretamos los dientes. ¡Malditas editoriales! —susurramos— ¡No entienden! Yo soy fantástico, escribo de maravilla…
Llega el verano y como nos hemos quedado sin pareja, los planes que habíamos imaginado se van al garete. Ante esta situación podemos hacer varias cosas, quizá alguna más. Optamos por el llanto. Es decir, nos quedarnos deprimidos abrazados al flotador, sollozando entre revistas de viajes, seis latas de cerveza y con el bañador nuevo en el cajón. Obviamente esta opción no se contempla, no al menos en este texto. Otro camino es apuntarnos a un campamento de piragua en el río más cercano. Esta segunda opción suele ser mucho mejor, es cierto y obvio, pero ojo ¿Cómo queremos descender el rio, solos o en la piragua de otro? Aprender a navegar por las aguas del mundo de la edición nos ayudará a trabajar más y mejor nuestros textos, a ser más disciplinados a la hora de escribir, a meter nuestros egos en un bote de cristal y, lo más importante, a no precipitarnos.
Dentro del mundo editorial existen dos grupos de editoriales: las que editan tu texto, lo distribuyen y lo comercializan sin (apenas) coste para ti y aquellas otras que hacen exactamente lo mismo pero por una cantidad de euros nada desdeñable. Este último camino se llama autoedición. Nos da la posibilidad de ver nuestro libro editado, una portada y la puerta abierta para recorrer el mundo. Con la autoedición nuestro sueño de publicar se ha hecho inmediato, palpable y posible. Sí, pero quizá y solo quizá, hayamos abierto las puertas a un mal texto. A una novela terrible, a un libro de relatos soporífero.
Hace unos días, hablando con una escritora, una estupenda y premiada escritora, me confesaba que nunca debió optar por la autoedición, que su primera novela era muy mala. ¿Nadie se lo dijo? Quizá sí lo hicieron, pero ella no quiso oírlo. ¿Hubo precipitación? Sí, desde luego que sí. Hoy publica con las mejores editoriales del país, aprendió a descender el río después de volcar con la piragua, pero también me confesó que daría lo que fuera por borrar del mapa aquella primera novela.
Volvamos a nuestro campamento de piragua. Recordemos que lo que queremos es aprender a bajar el río nosotros solos, disfrutar del descenso, de los rápidos, aprender a detenernos en la orilla sin mojarnos, saber cómo salir de una piragua volcada. En definitiva, aprender un oficio, aquel que hemos elegido, el que nos gusta. Es entonces cuando nos encontramos con los certámenes literarios. Hay de todo tipo, de todos los tamaños, de todos los colores. La diversidad es inmensa. Unos son de temática cerrada, otros tienen restricciones de edad, pero nos damos cuenta de que podemos acceder a la gran mayoría. De improviso recuperamos la esperanza, esa esperanza cruel que volverá a escabullirse y, como somos así de valientes y no nos rendimos, seguimos adelante. Como nos gusta ir a lo grande, enviamos nuestro texto a aquellos certámenes millonarios, de grandes nombres, de grandes vuelos y de grandes pre acuerdos. Aquí llega la segunda crisis. Hemos invertido dinero en fotocopias, tiempo en ir a correos, en adaptar nuestros textos a las bases de nuestros certámenes y, después de un año, no ha pasado nada de nada. Nuestro ego agoniza dentro del bote de cristal, golpea el vidrio, quiere salir a respirar. Llega el verano y nuestra pareja, esta vez, se va con nuestro mejor amigo o amiga. La segunda crisis del escritor es muy dura. El río baja violento y no hay manera de manejar la piragua. Aquí es cuando llega otro momento importante y común a todos nosotros. Este momento se materializa con una afirmación: necesitamos un agente. ¡Claro! Es la solución. Un agente que lo haga todo por nosotros, todo excepto escribir. Meses más tarde, después de haber solicitado “asilo” en un montón de agencias, entramos en un estado febril al comprobar que la indiferencia del agente duele todavía más que la indiferencia editorial. ¡No contestan! ¿Cómo es posible?
Muchas agencias, ni siquiera nos permiten que mandemos manuscritos, nos prohíben mandar nuestra maravillosa novela. Tú, escritor o escritora novel, ahora estás en un estado lamentable. Dudas incluso de tus capacidades, el mundo es injusto contigo, eres bueno escribiendo, eres un genio. Nadie lo sabe. Los demás son patéticos, comerciales, enchufados, famosos sin talento, periodistas con amigos, hijos de…Y, ¡Todos los certámenes están apañados! Tus pesadillas aumentan, tu resquemor también. ¿Es realmente así?
Después de varios meses con el cerebro supurando esa rabia, con sarpullidos de colores, encajando el desprecio, es cuando descubres que también existen los talleres literarios. Una especie de refugios. Rincones donde convives con piragüistas como tú. ¿Acabas de ver la luz! Por fin estás en casa. Otros escritores con algunos años de ventaja— te animan, enseñan, acompañan y orientan. Has comprendido también que, quizá, no leías tanto como deberías y que, en vez de perder el tiempo soñando, es mucho más útil leer, leer hasta que se te nuble la vista. Será en brazos de los grandes autores donde hallarás, más rápidamente, dónde reside la mediocridad de tus textos. Mientras remas y lees, descubres que existen certámenes más pequeños, pequeños como tú, certámenes que convocan ayuntamientos, festivales con inclinaciones culturales, con ganas de que las historias animen sus fiestas. También descubrimos certámenes —algunos bastante transparentes— de pequeñas editoriales que quieren crecer o ganar visibilidad.
Volvemos a la carga. Salimos de la cama, nos quitamos el pijama y, una vez más, nos empeñamos en que nuestros textos asomen la cabeza. Ya conocemos el camino. Entre envío y envío, después de un par de años formándonos, derepente comprendemos que había mucho trabajo por hacer con esa novela, nos percatamos de que este o aquel párrafo son susceptibles de ser mejorados, que el relato que enviamos tiene varias faltas de ortografía o un final muy pobre, que uno de nuestros personajes no se lo cree ni nuestra madre. Descubrimos que no sabíamos manejart el tiempo narrativo y que nos perdíamos en una débil estructura. Vamos, poco a poco, siendo conscientes de que todo lo que escribimos se puede escribir mucho mejor. Ya no se oye a nuestro ego gritar desesperado dentro del bote de cristal, hay silencio. Han pasado los años, hemos seguido escribiendo, a veces desde esa rabia, otras desde la necesidad y casi siempre desde el corazón. Escribimos desde el convencimiento de que, algún día, veremos nuestro libro en un estante. Es inevitable sentir ese deseo, forma parte de este oficio, el escritor que diga lo contrario se engaña a sí mismo. Escribimos para que nuestros textos vivan y respiren al ser leídos por los demás.
Un día nos subimos en la piragua y vemos el agua fluir, el remo nos lleva donde queremos ir, las aguas bravas nos zarandean, pero nos mantenemos firmes, no nos asusta mojarnos porque hemos aprendido a salir de una piragua volcada, porque nos preocupa más aprender el oficio y dar la bienvenida a la humildad, que sacar de paseo al ego. Y es entonces cuando llega una llamada de teléfono, una carta o un correo electrónico. Finalmente, nuestro nombre ya no va unido a un «lamentándolo mucho» sino al comienzo de nuestra carrera de escritores. Vendrán muchas más crisis y desalientos, más portazos, más pesadillas; sí, sí, muchas más, pero ahora tenemos la certeza de que podemos hacerlo, de que queremos hacerlo. Sucede que una de las cosas más maravillosas de ser escritor es precisamente lo mucho que te ha costado llegar a serlo.
Eva Losada Casanova es escritora. XVIII Premio Unicaja de novela 2017, finalista Premio Planeta (4º puesto) y Círculo de Lectores 2010. Fundadora de La plaza de Poe un espacio de creación literaria y musical. Charlas, Catas de libros y talleres de escritura, edición editorial, guión, traducción y música.