El relato de la inmediatez

En nuestra nueva era cultural regida por la nefasta inmediatez, por la superficialidad convertida en análisis, por la observación fugaz, la narrativa se cubre de una vasta (y basta) capa de polvo donde tan solo unos pocos se toman la molestia de pasar un paño y abrir el libro, no para asomarse sino para vivir en él. Las lecturas en diagonal proliferan tan rápido como el microrrelato, tan rápido como las citas manidas que viajan por las redes junto al café de la mañana. Frases sacadas de contexto que han perdido todo contenido. Lo pierden porque esa lectura no obedece a la parada de un lector, ni a la reflexión. Obedece más bien al exitoso resultado de un copia y pega veloz, raudo, mientras engullimos una madalena. Nos fascina el copia y pega furtivo que la era digital nos permite, es casi un acto reflejo. Además, a esa especie de escritura rápida, contribuye una lluvia, tormenta más bien, de títulos que corretean por falsos atajos, que no han atravesado los fastuosos y complicados túneles de la edición profesional y se agolpan en portales, redes y, desafortunadamente, también lo hacen a las puertas de las ya saturadas librerías. Eso provoca una sombra oscura, a veces infranqueable, para el resto de textos que han pasado los criterios de aquellos que, más o menos, siempre tienen un espacio en sus corazones para la literatura con letras grandes. Editores pequeños, apasionados, con escasos medios, ricos en apoyos y simpatías, amorosos artesanos, especímenes admirados, que cuando pueden, miman a sus autores y pasan sus vacaciones de verano con media docena de manuscritos. Seres de otro mundo que si hubieran querido un camino fácil, jamás se hubieran adentrado en semejante aventura; o bien hombres y mujeres de carne y hueso, con nombres y apellidos, tras grandes grupos editoriales que ayudan a conservar la dignidad, a veces tan escurridiza, en los grandes emporios que tratan con algo tan delicado como la narrativa. Frente a todos ellos, las grandes imprentas, disfrazadas de lo que no son, con nombres marketinianos, que inscriben los títulos en columnas y filas de hojas de cálculo, con el sumatorio anclado, donde las falsas promesas bailan con las prisas y los inmaduros y poco domados egos del escritor novel.

La escritura no tiene nada de inmediato, la lectura tampoco, ni la edición, ni la traducción, ni el proceso creativo. No hay cabida, no hay lugar, son como el agua y el aceite. La narrativa es reposo, es reflexión, sosiego, es refugio, es un estar en nosotros y no estarlo, es todo menos llegar el primero. Hace unos meses, un alumno se me acercó y me dijo: “Este otoño quiero publicar mi libro de relatos”. Yo le pregunté si estaba trabajado en él, cuánto tiempo llevaba escribiéndolo, cuál era el origen de su trabajo, cuántos relatos tenía a medias, cuántos terminados y si ya tenía algún plan para su edición. “No lo he escrito todavía, ni siquiera sé bien de qué va a tratar, pero tengo ya el título y yo creo que en dos mesecillos lo sacamos”, me respondió. Un libro de relatos, en ocasiones, es una vida entera, es un conjunto de fragmentos de uno mismo, obsesiones, llanto, alegría o desesperación. Cada relato es una escena que casi siempre hemos rescatado de una experiencia propia, de un conjunto de lecturas, de la observación meditada, de preguntarnos, de la crítica del entorno o simplemente de nuestros miedos, de los temores que nos asaltan en la vida o de aquello que nos sobrecoge o excita. Un libro de relatos también es una infancia revisitada, un ajuste de cuentas con nuestro pasado o con la realidad que nos rodea. ¿Cómo se puede” fabricar” eso? ¡No se puede! Una novela o un libro de relatos se produce, crece, evoluciona, se alimenta, capa sobre capa; está hecho a base de minerales y sustratos que enriquecen la tierra donde se plantan las historias, donde cada frase, cada diálogo y cada gesto somos nosotros.

Dejemos las prisas y regodeémonos en el placer de la creación, ese que siente el lector cuando hace suyo el texto, cuando la lectura es una experiencia; y aquel otro placer del escritor, inigualable y casi sobrehumano,  que comienza cuando el tiempo es más un aliado que un obstáculo que salvar. Recuerdo que, hace unos años, en un artículo de un periódico inglés leí el siguiente enunciado “¿Te imaginas ser capaz de leer un libro en un par de horas? ¿O toda la obra de tu autor favorito en pocos días?” Seguí leyendo mientras me susurraba a mi misma que no, que desde luego, no me lo imaginaba, ¡que no quería ni imaginármelo, hombre! ¿Para qué? Es como si te dijeran algo así como ¿Quiere usted visitar el Museo del Prado en 45 minutos y no perderse ni una sola obra?”. ¡No quiero, gracias! De verdad que no. Lo que realmente me apetece es acampar entre El jardín de las delicias y El sueño de Jacob. Desearía arroparme con cada libro, ensayo, poesía o novela que leo, aunque en pocos años olvide los títulos, la trama pero, eso sí, jamás el sabor; el sabor de un libro no lo pierdes nunca. Desearía poder escribir varias docenas más de relatos, hacerlo serena, tranquila. Escribir la tercera, la cuarta, la decimosexta novela, sin esperar que la inmediatez escriba su propio relato, habite y se instale a sus anchas en lo que me queda de vida. Ya solo nos faltaba esperar a la muerte también con prisas.

Eva Losada Casanova es escritora.

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