Crecí entre libros. No he podido ser más afortunada. En los años sesenta, en mi casa, había un buen número de ejemplares de editoriales francesas e inglesas, libros que solo se podían adquirir fuera de nuestras fronteras. Aquí, en España, estaban prohibidos u olvidados. Sí, olvidados. Las guerras tienen eso, el olvido de lo que un día escribimos y fuimos. A mi padre, supongo que por llevar la contraria a mi abuelo, le gustaba recitar a Lorca, Machado y, sobre todo, a León Felipe. La poesía del zamorano exiliado ha crecido dentro de mí, como un bosque que nace de la semilla que un día alguien arrojó. El canto de León Felipe ha ido impregnando mi infancia, mi juventud y se ha quedado firme y altivo en todo aquello que escribo. Al fin y al cabo, no somos lo que escribimos, sino lo contrario. Me contaba mi madre que, cuando ella y mi padre eran novios, viajaron a Ciudad de México a visitar a la familia paterna en el exilio. Mi madre, joven e ingenua, quedó fascinada por aquella tierra que abrazaba y ensalzaba la poesía de León Felipe. Acudieron a un recital en un parque abarrotado de gente. Los versos incisivos, críticos con el régimen, dejaron a mi madre paralizada. «¡Niña, aplaude!», le gritó mi tía Pilar, una ferviente comunista en el exilio. A nuestros grandes poetas, se les descubría en una tertulia en Londres, un teatro en París o bien, en un parque de Ciudad de México, nunca en un colegio español.
A mediados de los setenta, en vacaciones, viajaba por el territorio nacional en un Seat lleno de humo, dos bolsas de plástico para el vómito, una manzana, asientos de sky y un punto fijo. Recuerdo ver a mi padre manipular un armatoste con forma de libro de bolsillo que, con sus grandes manos, introducía en una especie de caja incrustada al salpicadero. Tras un ronroneo, y pocos segundos, una voz profunda, casi de otro mundo, hilaba versos que, mi hermano y yo, no siempre entendíamos, pero que me resultaban de una belleza asombrosa. Fue entonces cuando comencé a entender el poder de la palabra, la fascinante inutilidad de algo tan bello como la poesía. León Felipe nos acompañaba durante muchas horas, las que se tardaba en los años setenta en recorrer cuatrocientos kilómetros: una eternidad. Yo, sin apartar la mirada del punto fijo, sujetaba la manzana en una mano y la bolsa del vómito en la otra. Mientras tanto, la poesía, cumplía su función: alejarme todo lo posible de la realidad, sumergirme en una combinación misteriosa de imágenes, métrica y dolor. Porque en aquellos versos, a veces gritos desgarradores, otras, lamentos incrustados en una voz ronca, había mucho dolor. Tanto, que tardé varios años en descubrir que la poesía no era siempre un canto al dolor. Esa cercanía desde la infancia a la poesía de León Felipe, Lorca, Miguel Hernández o al sentimiento trágico de la vida de Unamuno, ha marcado mi escritura y, como no, mis lecturas. Cuando recito de memoria, algunos versos, la voz de mi padre emerge. Lo recuerdo sentado bajo la tenue luz de una lamparita de mesa, vestido con un batín, las piernas desnudas y los calcetines puestos; y siempre, es un domingo lluvioso en Madrid, como hoy, un domingo del mes de otoño, algo ensombrecido, de cielo plomizo. Me reflejo en su rostro joven, en su tez cetrina, en sus rizos negros, en su empeño, y entonces recito a dos voces:
Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo,
pasar por todo una vez, una vez sólo y ligero,
ligero, siempre ligero.
Que no se acostumbre el pie a pisar el mismo suelo,
ni el tablado de la farsa, ni la losa de los templos
para que nunca recemos
como el sacristán los rezos,
ni como el cómico viejo
digamos siempre los versos.
Cada invierno me pregunto cómo es posible que casi cuarenta y cinco años después, día tras día, siga recitando sus versos, devolviendo la vida a mí padre con su poesía. Me viene a la memoria aquel libro de Jorge Semprún, La escritura o la vida, en el que los jóvenes presos en el campo de concentración repetían hasta la saciedad los poemas de Valéry para no enloquecer.
Creo que no son los olores, ni las canciones, no es el paisaje, la comida o los viajes, son los versos que él, mi padre, compartía conmigo desde que yo era una niña. Los versos de León Felipe, siempre serán, junto a mi padre, un punto fijo en el camino curvo.
Eva Losada Casanova. Escritora. En el lado sombrío del jardín . (Funambulista, 2014) El sol de las contradicciones (Alianza, 2017)
Qué bien escrito Eva; como siempre.
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A ti que me lees con cariño y con quien comparto ciudad, pasado y edad: ¡gracias!
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Me parece algo tan grande y hermoso el poder plasmar en palabras una esencia, al leerlo pude imaginar como era tu vida en esos momentos de escuche a la poesía que recitaba tu padre.
Gracias por compartir en palabras.
Abrazo y buenas vibras!
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