Elfriede Jelinek. La sublime imperfección.

jelinek o la imperfección por Eva Losada Casanova

Hay novelas que te abren los ojos a una nueva manera de escribir, una prosa extraña, distinta, casi única, que, por lo general, determina el estilo del autor. Es el caso de El ruido y la furia de Faulkner, Al Faro de Virginia Woolf o cualquier texto de Bernhard,  Pessoa o James Joyce.

Es frecuente que, si tu pasión por la lectura es infinita, ese hallazgo te sobrecoja. Es parecido a cuando, en nuestra más tierna infancia, un día, descubrimos que las lagartijas siguen correteando sin su cola o que podemos pedalear con la bicicleta sin asiarnos con las manos. Algo así me sucedió cuando leí por primera vez a la escritora Austriaca Elfriede Jelinek. Me adentré en su prosa con «Lust» (Deseo) editada en España por la editorial Destino en 2016 y estupendamente traducida por Carlos Fortea. Cuando acerqué el flexo, me arrebujé en la manta y me entregué sin condiciones a la Premio Nobel, en seguida noté crispación, creo que fue en la página 24. No comprendía por qué, la autora, se empeñaba en contarme una historia de la manera más complicada posible. y, para colmo, una historia terrible. Sí, terrible. «Deseo» es un grito de dolor que emana en cada párrafo. Es, como el resto de sus novelas: violenta.

Demoré un año en leer la novela, no por falta de tiempo, sino por falta de estómago y paciencia, por falta de confianza. Lancé varias veces la novela hacia el vacío de la habitación, pensaba que era una locura escribir así. Pasaron los meses y, finalmente, decidí arrodillarme y dejar que Jelinek me fustigara a mí también. Años después, con el poso que dejó el ansia contenida, volví al ataque, me despojé de todo y volví a desnudarme ante ella. Esta vez elegí «La pianista». Sabía que los años me habían curtido como lectora y escritora y que era capaz de adentrarme en cualquier maleza literaria sin asustarme; es más, deseaba encontrarme esa maleza literaria en la que poder sacar el hacha y abrirme camino. Sucede que una se vuelve más salvaje, menos complaciente con la escritura ajena y, a menudo, busca, como una hiena, algo que le agite de nuevo y le empuje a sentarse y seguir escribiendo.

En «La pianista», Jelinek, no es en absoluto generosa con los lectores, son ellos los que deben hacer un esfuerzo, ellos los que tienen que cuestionarse, interpretar, enjuiciar… Sí, hay que esforzarse, algo a lo que no estamos acostumbrados. Jelinek escribe para sentir ella misma. Creo que escribir le produce dolor y ese dolor es lo que le empuja a seguir haciéndolo. Al igual que el personaje de la profesora, Erika K, la autora, en su encierro, vive su imperfección, lo hace entre cuatro paredes y mete sus deseos dentro de un armario al que llama novela.

«La piansita» tiene una estructura solida, un narrador omnisciente magistral, único y contundente que se pone al servicio de la evolución de la historia. Para alguien que escribe, ir de la mano de este narrador, es un regalo. Logra jugar con los planos físicos y temporales como lo haría un orfebre con miles de piezas pequeñas y desiguales. Piezas que se transforman, en manos de la autora, en un enjambre de pensamientos, miedos, críticas, obsesiones o imágenes. Es un narrador que abarca absolutamente todo, hasta el último rincón de la vida de los personajes a los que acompaña. Un director de orquesta implacable al que el lector más sensible, puede llegar a detestar nada más comenzar. Esta novela, parece estar escrita en dos partes, dos secciones invisibles que se necesitan, como sucede con la profesora y el alumno, con la hija y la madre. Es posible que, como sucede con otras novelas, se nos esté poniendo a prueba. Aunque, si les soy sincera, nada parece suavizarse a medida que avanzamos, al contrario. No espere el lector encontrar capítulos o linternas que nos alumbren el camino. Sí hay un rayo de esperanza, un destello que ilumina unos instantes esta historia, un gran giro que nos inquieta. Una trampa que, solo si se ha leído antes alguna otra obra de Jelinek, sabremos identificar.

Los diálogos inclusivos, indirectos, permiten que los personajes no se tengan que mirar a la cara, no tengan que convertirse en emisor y receptor. La autora lo tiene muy claro, no podrían ser de otra manera, no hubiera funcionado, necesita construirlos así; destellos inconclusos, trazos en el aire, notas musicales. El lector nunca se pierde, no necesita elementos superfluos. La batuta del narrador sabe muy bien dirigir la mirada de ese lector.

«Usted, cuándo vive, Erika, pregunta el alumno y señala que por las noches habría suficiente tiempo si uno supiese tomárselo. La mitad del tiempo es de Walter Klemmer, la otra mitad queda a su disposición. Pero ella siempre ha de estar encerrada con su madre. Las dos mujeres se gritan una a la otra…»

Poco a poco vamos recibiendo globos sonda, mensajes en una botella, pequeños bocados de un plato que promete ser suculento. El tema que nos presenta puede ser, o no, de nuestro interés, es cierto, pero el personaje es tan poderoso que nos arrastra hacia lo más putrefacto de la condición humana. Leer a Jelinek es como leer a Thomas Bernhard, es adictivo, siempre quieres más, saber más, sentir más, descubrir a dónde va el personaje, cómo siente y, sobre todo, cuándo descubrirá que no es como cree que es. Ahí es, creo yo, donde radica el interés de la novela.

 El tiempo narrativo se deforma hasta convertirse en una madeja de lana que la autora usa para tejer una compleja historia de amor. El pasado es presente, el presente futuro y el futuro se desvanece en segundos. Todo tan abstracto como la propia música que sale de sus dedos transformando el teclado en un piano. Esas notas, en ocasiones nos recuerdan a la prosa de Virginia Woolf, pese a que la composición sea otra, la madeja sale del mismo lugar.

Pisamos sobre metáforas de situación, símbolos y en ocasiones nos sentamos en alegorías que Jelinek siembra como una campesina. Las imágenes te sacuden con violencia. Te obligan a detenerte, aunque la prosa no te deja hacerlo, ¡no hay tiempo! El pensamiento flota como un ejército de espirales que, en pocos segundos, se transforma en cristales en punta.

            «Es tan insensible como un trozo de pizarra bajo la lluvia».

La novela está hecha de muchos materiales: vidrio, notas musicales, mierda, amoniaco, piel, semen y sangre. Y de muchos sonidos. Depende de que abramos o no las puertas de esa percepción, depende de nuestra entrega, poder hacer algo con todo lo que Jelinek nos pone enfrente.

Aliento a los lectores, que finalmente se deciden a abordar la prosa de esta autora, a que suavicen el ambiente con un vino, el Fígaro de Mozart, la Soledad de Shubert, los seis conciertos de Brandeburgo de Bach, o el Carnaval de Shumann.  O que permanezcan en absoluto silencio, porque la música ya va sonando en cada párrafo, a través de los paseos que Erika, su protagonista, hace por el arte, el dolor, el amor, el desprecio y la indiferencia. Paseos vieneses en los que vamos con ella del Prater, al parque Ressel, y, sin que la madre nos vea, de compras por la alegre Josefstadt. Y siempre muy rápido, porque lo que hay ahí fuera duele.

Algún crítico escribió que Jelinek escribe como un hombre. ¡Qué absurdo! Jelinek escribe como Jelinek. Su alimento y su vómito son uno: la mujer. Su magistral imperfección es solo suya.

«Toda mujer puede ser encadenada a través de la conciencia de su imperfección».

Quizá esta frase resuma toda la severidad que se desborda en la novela. Quizá también sean esas palabras las que expliquen por qué un día decidimos dedicarnos a escribir.

El traductor, Pablo Diener Ojeda, ha hecho un buen trabajo con una autora que, curiosamente y pese a ser Premio Nobel de Literatura en 2004, no es fácil de encontrar en las librerías. Es más, parece que no existiera. Qué lástima, ¿no creen? A veces lo mediocre no deja ver el bosque.

Die Klavierspielerin, 1983.

Destino 2006

Traductor: Pablo Diener Ojeda.


Eva Losada Casanova es escritora, imparte talleres de novela, narrativa y relato en La plaza de Poe, coordina varios Clubs de Lectura en Madrid y desde, 2015, cada mes, coordina sus peculiares Catas literarias. Ha escrito las novelas En el lado sombrío del jardín, (Funambulista, 2014, una de las novelas finalistas del Premio Planeta). El sol de las contradicciones (Alianza, 2017, Premio de novela Fernando Quiñones) y Moriré antes que las flores, (Funambulista, 2020).

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