Aprendizaje y placer con Clarice Lispector

Por Eva Losada Casanova

No recuerdo quién dijo que Clarice Lispector era una escritora del «no estilo», quizá fue la misma Clarice. No sé si ella misma se conocía lo suficiente, no sé si se regodeaba con sus propias contradicciones, o si más bien jugaba con los críticos y periodistas. Una gran tentación para cualquier escritor. Sí, sí tiene un estilo propio, es nítido e identificable, bulle en su obra, es inconfundible. Alejada de cualquier texto realista, de mostrar lo palpable y comprensible, ella «cose hacia dentro» lo que percibe del mundo, lo que le impresiona de ese mundo, lo que algún día pudo provocarle el llanto, la ira, la impotencia o el desprecio. Sus textos son aparentemente caóticos como un sueño. Su vida no lo fue. Tuvo una buena vida que vivió a flor de piel, es cierto, pero fue una buena vida, pese al exilio familiar, pese a la falta de medios en la infancia. Decía que ella no escribía para los lectores, que no existían cuando abordaba un nuevo texto, pero los tiene a miles. Intento entender el proceso creativo de la escritora, usurpo su intimidad, un espacio familiar junto a sus dos hijos, un marido diplomático y las tardes tecleando en una máquina de escribir, incómoda, reposada en su regazo. Se oye el griterío de los niños, de los amigos de los niños, los portazos, la llamada a la merienda, la vecina que viene de visita, quizá…Procuro sumirme en sus sonidos cotidianos mientras viste las cuatro reflexiones que esa semana ha apuntado en un puñado de papeles. Quizá ella no buscaba palabras para contar una historia, sino una historia para contar un puñado de palabras.  El resultado es ese estilo, esa manera de llevarnos por sus relatos, novelas y crónicas.

Cualquier lector amante de lo lírico, de las texturas y ritmos del lenguaje, de lo impresionista y abstracto, cae rendido ante ella. Si, por el contrario, el lector necesita pisar la baldosa de una casa, conocer el nombre de una calle, el porqué de los sucesos que acontecen en una trama, la relación precisa entre los personajes y su entorno o, palpar el armazón robusto de la historia, caerá en un profundo tedio cuando se sumerja en su obra. Creo que a Clarice Lispector hay que palparla en la oscuridad, sin más, caminar entre sus personajes sin buscar demasiadas respuestas. Ella, cuando escribe, no explica, solo comparte las imágenes que, como un cardume, se agitan en sus recuerdos. Escribe desde el yo transfigurado, se pone y se quita la máscara, se agazapa entre Lori, Joana o Sofía. Al igual que Pessoa, ella también se multiplicaba entre espejos.

Me pregunto si ese «no estilo» no es otra cosa que la libertad, no hacer concesiones a nada ni a nadie, escribir sin más. ¿Por qué no? Alejados de demandas, espacios vacantes o corrientes…escribir por escribir, buscar la eternidad, lo infinito a través de la literatura, aunque ese infinito, al final, no sepa a nada. Ella lo explica muy bien cuando habla de esa búsqueda de la historia que nunca termina, como el chicle que masticamos eternamente.

Es posible que Clarice Lispector comprendiera, al fin, que sí, que las historias se terminan, los padres nos dejan, los amores se apagan, los hijos se van, los matrimonios se divorcian y la muerte nos hace mortales. Quizá, por ese motivo, sus últimas novelas van abandonando, siempre sutilmente, la nebulosa vital. Aunque siempre fiel a la batuta de la naturaleza cuando nos marca el devenir, cuando nos abriga con su inmutable vaivén. Porque, en ella, a falta de un dios, siempre están las estrellas, la playa al amanecer, el crujir de las hojas, una pera jugosa o ese chicle inmortal que tanto le impresionó de niña. En ella conviven muchos mundos, también el de la superstición. En alguna de sus obras toma prestada la voz narrativa de Virginia Woolf o el fluir de conciencia de James Joyce sin haberlos leído, adopta la actitud de la gran Mansfield, se sobrecoge con la maldad  que irradia el El lobo estepario de Herman Hesse, con los tormentos de Dostoievski o el modernismo de Baudelaire… Ni ella misma tenía claro lo que se contaba, debía releerse para saber lo que había escrito. Eso me resulta fascinante y no porque entrase en estados de éxtasis durante el proceso de escritura, sino porque no escribía para enseñar, sino para entender, para aprender. Qué mejor camino para el aprendizaje, para aquellos que escribimos, que el propio placer. ¿No les parece? «Me produce un placer enorme pensar», dice uno de sus personajes.

Leyendo la novela, Aprendizaje o el libro de los placeres, publicada en 1969 y que, según la autora, escribió en nueve días, quizá no, quizá la escribió a lo largo de toda una vida, conviven todos los elementos estilísticos que la determinan, aunque, sí es cierto que, aunque el diálogo entre Ulises y Lori, es rígido, demuestra que, lo abstracto va dejando cabida a otras texturas y perfiles. ¿Existe un sometimiento de Lori a Ulises como claman algunas voces? No, no lo creo, es un simple aprendizaje entre dos individualidades, dos soledades. Uno espera al otro, ya no es Penélope la que espera a que Ulises regrese, no, ahora es Ulises el que espera a que Lori complete su aprendizaje, para así, construir algo nuevo. La evolución que construye el personaje de Lori, va del hastío a la revelación final de amor, del otro a través del yo. Utilizar un mercado de fruta para plasmar esa revelación, es conmovedor.

«…ahora, sin ser figurativa, había entrado en un realismo nuevo. En ese realismo cada cosa del mercado tenía una importancia en sí misma».

La novela no puede tratar un tema más universal: el enamoramiento. Las fases de aprendizaje  por las que un ser puede atravesar antes de estar listo para la entrega. Un manual, un «De arte amandi». El «desaprendizaje» para aprender, para formar parte de algo. Lo que más me ha llamado la atención de la novela es como el fondo y la forma van entrelazándose, cómo todo, poco a poco se vuelve más prosaico, más cotidiano y palpable, como les sucede a ellos. Es curioso que dedicara esta novela a Ulises, un chico, de tantos, que se cruzó en su vida y que, además, su perro también se llamara de la misma manera. Somos lo que escribimos, no cabe duda.  

Las obras de Clarice Lispector, en realidad, parecen construidas a partir de una frase, de una reflexión para luego ir tejiendo un tapiz alrededor. Es decir, a ella, parece importarle el lenguaje que nos define, el misterio de la palabra encadenada, antes que la trama. Y esto, es precisamente lo que más admiro en esta escritora, su capacidad para hacer explosionar un puñado de palabras en una nebulosa. Algo que, desgraciadamente, ya no está de moda. Ahora parece que, las tramas trepidantes no dejan oxígeno a la palabra por la palabra, a esa capacidad que tiene la palabra escrita para subyugarnos, agitarnos y sentir. Nada más y nada menos.

«En mi aprendizaje falta alguien que me diga lo obvio con aire extraordinario», dice Ulises a Lori. Quizá esa sea Llispector: aquella que escribe lo obvio con un aire extraordinario. Porque «de casi todo lo que importa no se sabe hablar», y, en ocasiones, tampoco escribir. No es el caso de Clarice Lispector.

Los animo a que indaguen en esta autora, cuyo misterio es inexistente, pero su talento no lo es.

Ediciones Siruela , 1989. 172 páginas.

Traducido por Cristina Sainz de Tejada.


Eva Losada Casanova es madrileña, escritora, directora y fundadora del espacio de creación literaria La plaza de Poe. Imparte talleres de escritura en la Red de Bibliotecas de la CAM, varios centros públicos y privados y coordina diferentes Clubs de Lectura en Madrid y en Biibliotecas públicas. Cada último jueves del mes coordina las CATAS LITERARIAS en La plaza de Poe

Novelas: El sol de las contradicciones (XVIII Premio Unicaja de novela, Alianza editorial 2017), En el lado sombrío del jardín (4º puesto Premio Planeta de novela 2010, editorial Funambulista, 2014), Moriré antes que las flores (editorial Funambulista 2021). El último cuento triste 2022, Huso editorial)

Eva Losada Casanova

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