Votación CERRADA II Certamen de relato joven «Cuentos sonoros»

RELATO GANADOR, FINALISTAS Y RELATOS SELECCIONADOS PARA SU EDICIÓN.

Votación CERRADA

PLATAFORMA DE VOTO CERRADA. El fallo del certamen se anunciará el 2 de octubre a las 12:00h en CASA DEL LECTOR Aulas (Madadero Madrid) durante el FESTeen FESTIVAL DE CULTURA JOVEN DE MADRID 2016. Los participantes seleccionados podrán leer sus relatos en LECTURAS SONORAS antes del fallo. El 26 de septiembre se harán públicos los relatos seleccionados para las LECTURAS SONORAS, entre los relatos seleccionados se encuentras los 2 relatos finalistas y el relato ganador. ¡Suerte! Te esperamos en el FESTeen.

¡Suerte!

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II Certamen de relato joven. cuentos Sonoros Entra, lee y votaCuentos Sonoros 2016

Sistema de votación abierta II Certamen de relato joven «Cuentos sonoros» que convoca La plaza de Poe, Casa del Lector y la editorial Funambulista con la colaboración de Matadero Madrid, dentro del marco del Festeen, Festival de cultura joven de Madrid 2016.

Los resultados obtenidos en la votación de los veinte relatos seleccionados representarán un 10% del voto final del jurado que estará compuesto por La plaza de Poe, Editorial Funambulista, el ganador del I Certamen de relato joven «El gato negro» (Javier de La Morena) y el Comité del FESTeen (Festival de cultura joven de Madrid 2016).

Lee los relatos, valora la melodía, el ritmo de la prosa, el trabajo del autor/a, su técnica, originalidad y sobre todo, valora la valentía que hay detrás de los jóvenes creadores que muestran su trabajo. Otorga a cada relato, una sola vez, las estrellas que crees que se merece.


Relatos finalistas y ganador.

AMANTES INSOMNES

Begoña Orts

—La canción que vamos a escuchar a continuación cierra nuestra velada de hoy. Se la dedica Mari Carmen a Pedro no sin antes decirle: «Te has llevado todos mis discos y he tenido que poner este programa deprimente». Yo soy Begoña Orts y en el control está mi compañero Jorge González. Gracias por una noche más, mis «Amantes Insomnes».

Begoña absorbe un cigarrillo y expulsa el humo hacia el mullido micrófono que la mira a la cara mientras le duele el precioso bolero que Mari Carmen le ha dedicado a Pedro. Agita la cajetilla y encuentra el silencio que le dice que éste tiene que ser su último pitillo, no de la noche, sino de su vida. Debe aprovechar el limbo entre esta última calada y el dedo que mete la moneda en la máquina, entre el ahora y la cara de la estanquera.

Son las tres de la mañana del viernes y a nadie le importa que Begoña fume en el estudio. Jorge detesta el tabaco pero hasta la pecera del control no le llega el olor. Las estrellas de la emisora vendrán el lunes a locutar sus flamantes informativos y magazines cuando ya todo huela a desinfectante y a fotocopias y será como si ella, Jorge, Mari Carmen y Pedro nunca hubieran existido. Pero existen. Quizá nadie la entreviste para saber su opinión acerca de la economía europea, ni la inviten a galas benéficas de alguna enfermedad rara, pero las miradas de los pobres diablos de esta ciudad saltan como resortes al reconocer su voz.

El hombre tras la ventanilla del banco, la repartidora de pizza al otro lado del teléfono y también el taxista que la está llevando en este mismo momento del polígono de la emisora a su casa tienen en común un secreto, y Begoña lo conoce bien. La mirada que el conductor ha echado al radiocasete incrustado en el salpicadero como quien ha sido testigo de una aparición, es la que ve cada día en las caras ojerosas que su voz sorprende. Es como si encontraran en ella la única testigo de sus miserias nocturnas. Pero la vergüenza no les deja pasar de ese espasmo involuntario y le dan su cambio, su tabaco, su barra de pan o su café con fingida normalidad.

Las ondas mueven su voz de Ducados y aire acondicionado a la cabina del camión de alguien, a la caseta de la trabajadora de un peaje de Aragón, al locutorio de Tetuán, a la garita del guardia de seguridad de un zoo. La ciudad le llena los pulmones de alquitrán entre cigarrillo y cigarrillo y Begoña exhala el rosario de tópicos que todos quieren oír.

Al llegar a casa deja las llaves en la bandeja polvorienta de la entrada, que es lo último que le queda de él, y se desviste caminando por el pasillo que lleva al salón donde están la radio y el sofá. Coge del jarrón donde descansan a remojo las bolsitas de té, una para cada ojera y sintoniza las noticias que son como una nana macabra que la envuelve en un incómodo letargo. Mientras ella duerme la piel amoratada chupa el té como un cachorro hambriento. Cuando después de diez horas suena ­­el despertador, lo confunde con un grito espasmódico que se le ha escapado de las entrañas pero reacciona en seguida y se viste entera de beige.

Ha entrado ya en el ascensor haciéndose una cola de caballo, pero la inusual sensación de haber dejado su piso en silencio le hace volver para dejar la radio encendida. Al salir escucha la misma canción de Los Panchos que suena a las once y media de la noche en la emisora. Y a las siete de la mañana. Y a las cinco de la tarde. Y a las once y media otra vez. Las fórmulas son así; hacen del milagro de la música, repetitiva prosa.

Ha llegado antes que Jorge al estudio y aprovecha que la pecera está vacía para sacar de su bolso la bandeja polvorienta de las llaves y dejársela encima de la mesa de sonido.

— Buenas noches, mis «Amantes insomnes». Soy Begoña Orts y en sonido está mi compañero Jorge González . Empezamos una madrugada más en vuestra compañía. Hoy me tomo la libertad de abrir la noche yo misma dedicándole esta habanera a mi casa y le pido que, para cuando vuelva, se lave esa cara de sala de espera que tiene.

 

637 VOTOS públicos.

Cotidiáfono urbano

Pascal Vulpini.

Lino odiaba las preguntas extrañas de la gente extraña, las miradas acusadoras y a los molestos componentes del club. Por eso necesitaba su servilleta arrugada, para no ser incordiado. Sin aquel papel mohoso, no habría normas que seguir, y sin unas normas, habría caído hacía mucho tiempo. Sin embargo, aquella mañana había decidido cambiar el rumbo.

El único bafle vivo del autobús escupía a trompicones “Heroes” de David Bowie, pero el sonido era tan difuso, que daba la sensación de que Tom Waits había secuestrado a Bowie para hacerse con el control de la canción. Los pasajeros del autobús mostraban una actitud pavloriana ante tales circunstancias. Cada vez que la música cesaba repentinamente, la aturdida aglomeración pestañeaba, incapaz de recordar qué era lo que acababa de traspasar sus tímpanos.

A pesar del sofocante calor que ascendía por el motor del vehículo, Lino temblaba violentamente. La señora que viajaba a su lado clavaba su mirada pastosa sin decoro: el nerviosismo del joven propiciaba que sus piernas convulsionaran al más puro estilo Chuck Berry. Sus manos también temblaban, pero el constante manoseo de la servilleta paliaba tenuemente la ansiedad.

Lino suspiró, la siguiente parada quedaba cerca. Se volvió con inseguridad hacia la mujer del asiento contiguo; temía no ser capaz de articular palabra.

            —Perdone señora—musitó, aterrorizado ante la mirada rancia que se escondían bajo el exceso de rímel—, ¿le importaría levantar los pies?

Sepultada bajo las dos armas mortales que la mujer utilizaba a modo de calzado, descansaba una funda desportillada de bajo. La señora dejó escapar un gruñido lobuno como afirmativa y alzó los pies.

En el momento en que Lino acomodaba su funda, el autobús se detuvo con gran estruendo. No podía desperdiciar la oportunidad; con un movimiento arrebatado, dejó caer su preciada servilleta entre las manos de la mujer del rímel. La mujer abrió la boca para decir algo, pero antes de que pudiera, Lino había desaparecido tras las puertas abiertas del autobús.

Ya en la calle, Lino sonrió: la normativa había desaparecido.

<<Primer punto de una normativa cualquiera: No te adentres en los ojos de la gente. >>

Avanzó con paso ligero entre callejuelas serpenteantes y amplias plazas, deslizando con notable recelo sus ojos acuosos en los de los transeúntes.

Lino reconocía la resonancia melódica que se ocultaba tras las pupilas de la gente. Cada melodía evocaba una sensación, y cada sensación iba ligada a una canción particular: la señora repintada del autobús cantaba “I Wanna Rock” con la mirada; la madre ojerosa que había pasado a su lado tres calles atrás, arrastraba en las venillas infamadas de sus ojos un blues lento y pesado propio de John Lee Hooker y el vendedor ambulante de la parada del autobús, llevaba incrustada en la córnea derecha “Jump Around” de House of Pain.

El panorama ocular-musical era variopinto y desconcertante. Lino repasaba con curiosidad los pestañeos nerviosos y las vibraciones de los iris multicolor; y a cambio, recibía un sinfín de gestos esquivos y muestras de desprecio.

<<Segundo punto de una normativa cualquiera: No permitas que te sorprendan escuchando. >>

Rebuscar como un mapache hambriento en los ojos de la gente estaba bien, pero esas sensaciones pertenecían a una burbuja portátil; eran alcanzables sin esfuerzo. Lo que realmente excitaba a Lino, residía en sus propios pasos, en el claxon de los coches conducidos por adictos al café, en el castañeo de un cuerpo helado, en el trino sanguinario de dos pájaros que pelean por una miga sórdida, en el latido secreto de un corazón ansioso.

Esa masa heterogénea convergía en un núcleo único compuesto por miles de sinfonías espontáneas. Todas vibraban con estridencia en la caducidad del momento; y Lino, intentaba recopilar aquella breve composición sonora en su memoria con precisión.

Parado en mitad de la calle, escuchaba. Los abrigos andantes pasaban junto a él— evitando todo contacto—, y unos labios cenicientos le sonreían desde un callejón cercano. Pero Lino escuchaba, no veía. Entonces, la hormigonera de la acera de enfrente dejó escapar un rugido. Todo se apagó, y Lino vio los labios y tropezó con los abrigos.

<<Tercer punto de una normativa cualquiera: No invites al club a escuchar. >>

Hacía tiempo que rondaban a su alrededor. No eran fantasmas, más bien recuerdos lúcidos. Aparecían cuando la nostalgia era tangible y el miedo a ser olvidado se convertía en obsesión. Lino los ignoraba porque temía convertirse en uno de ellos, pero en su interior sabía que era inevitable.

Los componentes del club siempre iban juntos. Entre sus filas se encontraban conocidos de otra época y desconocidos con los que estaba familiarizado; músicos que habían alcanzado las alturas para acto seguido tragar tierra. Lino sabía qué era lo que les unía, al igual que sabía qué advertía su presencia.

Los labios color ceniza seguían sonriéndole. Lino les devolvió la sonrisa, tragó una bocanada de aire y se encaminó hacia el callejón.

El club al completo esperaba en el callejón. Al entrar, la sonrisa de Lino se amplió. El lugar era perfecto para su cometido, no podría haber encontrado otro igual.

            — ¡Vamos a empezar!—exclamó, dirigiéndose a los recuerdos que le rodeaban.

Abrió la funda de bajo, y donde antes descansaba un “Fender Squier”, ahora reinaban platos, tubos de plástico, una botella llena de agua, barras de metal, cuerdas, piedras, una plancha pequeña de aluminio y varios recipientes.

Lino preparó sus particulares instrumentos según lo previsto. Cuando decidió que todo estaba listo, agarró una de las barras de metal y cerró los ojos.

La música comenzó a inundar sus oídos al mismo tiempo que sus manos y piernas se movían. Algunos curiosos asomaron la cabeza por el callejón, pero Lino no los vio, solo podía escuchar; porque el mundo era una orquesta mal colocada, y acababa de cumplir veintisiete años y ya no quedaba más tiempo para recoger los trozos caídos.

 

534 VOTOS públicos

 

Un pajarillo

Matia Arellano.

Tenía buen corazón, aunque eso sirve de bien poco

cuando de lo que se trata es de sobrevivir.

Penelope Fitzgerald

En los días de lluvia, una marabunta de conductores con poca paciencia golpeaba el claxon como si el frágil equilibrio mundial dependiera de ello y en las inmediaciones del hospital una decena de hombres que se ganaban la vida señalizando los aparcamientos libres y confiando en la generosidad -o el temor a hallar un rasguño al salir- de los enfermos y sus acompañantes se guarecían bajo los techos de los bares colindantes o en la entrada de urgencias. Algunos corrían mejor suerte y tenían a mano un chubasquero. Al principio a Ana María la hora a la que a su marido le habían puesto la radioterapia le había parecido el último episodio de aquella larga lista de «cosas que podían salir mal y lo hicieron». Preguntaron a la doctora si había posibilidad de cambiar el horario de las sesiones y pasarlo de la tarde a la mañana, pero recibieron un rotundo no.

Cada día a las seis se montaban religiosamente en el coche. La radio sonaba un poco más alto de lo habitual y a veces los silencios eran rasgados por algún tatareo, dubitativo y breve. Apenas tardaban veinticinco minutos en alcanzar el hospital, pero se hacían largos como un viaje de varias horas por carreteras comarcales cuyo mantenimiento el cacique de turno se había encargado de postergar, a cambio de una buena mordida que le había permitido financiarse la construcción de una piscina privada en el jardín de casa.. Entraban por el ala izquierda del hospital, en obras. Primero una puerta giratoria insuficientemente engrasada. El resto de puertas que debían cruzar antes de llegar al ascensor eran de plástico grueso, dos láminas a cada lado. A Fermín le recordaban a aquellas puertas del Oeste que aparecían en las viejas cintas de su infancia y eran atravesadas por hombres decididos a enfrentarse a su último suspiro con valentía atípica. Más tarde, cuando ya habían nacido sus hijas, se había aficionado a las novelas de Marcial Lafuente. También en ellas los hombres gozaban de un valor que rayaba la inconsciencia. Él estaba hecho de otra pasta, no cabía duda. Cruzaba las puertas de aquel hospital que se caía a trozos de un modo más humilde y prefería no intercambiar demasiadas miradas con su mujer. Sabía que a ella se le humedecerían los ojos, que se estrujaría las manos con gesto nervioso, que diría que tiene que hacer una llamada o que ha olvidado algo en el maletero.

            Sólo les separaban tres pisos de la planta baja a la sala donde se aplicaban los tratamientos de radio y quimio. El trayecto en ascensor le creaba una angustia indescriptible. Allí estaba, frente a la mujer con que llevaba conviviendo treinta y cinco años. Rehuyéndola, incapaz de dar las gracias, ni siquiera de hablar de aquel tiempo de perros bien entrado ya marzo. Prefería la enorme sala donde se había acostumbrado a saludar a otros enfermos, a coger las revistas del corazón para soltarlas de nuevo, a inhalar el tufillo a comida que provenía de las cocinas, situadas apenas unos metros más allá. Se oían muy pocas conversaciones. «¿Te ayudo con el abrigo?», «Deja el bolso aquí», «Hay muy poca cobertura. Sí, tu padre ya está dentro. Te llamo luego». El nombre de los pacientes lo pronunciaba quedamente una voz femenina que emergía de un aparato cochambroso, ubicado muy cerca de la entrada que llevaba a las cabinas donde se trataba a los enfermos. Fermín entraba allí, se desvestía, se ponía un camisón desgastado y esperaba. Exactamente siete minutos. No le dolía, pero a veces el esfuerzo de levantar el brazo derecho durante largo rato le producía un pinchazo muscular agudo, que arrastraba como un eco los días posteriores. Llevaba dos meses siguiendo aquella rutina de lunes a viernes. Ni uno sólo había dejado de sonar en su cabeza «Smile», en la versión azucarada, como decía su hija Malena, de Rot Stewart. Tiene guasa, pensaba. Cincuenta y siete años, bien jodido, esperando que el bicho pueda ser reducido antes de operar, para volver, si Dios quiere, a iniciar de nuevo la radio y la quimio… y tatareando «what’s the use of crying?».

            En la sala de espera, Ana María prefiere escudarse en un libro para evitar cualquier conversación. Las cosas nimias son las más difíciles. Es una tarea hercúlea contestar a un «cómo estás» sin sentirte el mayor mentiroso sobre la faz de la tierra, hacer el desayuno, responder al teléfono, limpiar los marcos de las fotos, doblar la ropa, pasear, abrir una botella para celebrar los logros de tus hijos. Como si alguien pudiera olvidar el estado de excepción saltando a la comba o la guerra llevando flores a la tumba de sus seres queridos. Ha decidido no volver a coger el teléfono mientras se encuentre esperando a Fermín. La semana pasada le llamó una compañera, Carmina. Habían trabajado más de veinte años juntas, como enfermeras de neonatos. Ahora que Ana María está de baja y piensa en prejubilarse si las condiciones no repercuten mucho en su jubilación, aquellos tiempos le parecen tan lejanos que apenas puede recordar retazos. «Es un mecanismo de defensa», le dice a veces su hija menor. «Si no, no podrías con esto». Nunca en las ocho semanas que había pasado acompañando a Fermín se había derrumbado en público, ante tantos extraños, cada uno con su penitencia de agua entre las cejas. Pero Carmina le había recordado las meriendas, todas juntas en la diminuta sala al lado de la recepción de la planta de maternidad. «Ya nadie canta, Ana María». Y sin poder contenerse, apenas unos segundos después de colgar, Ana María se giró para hablar con la hija de una mujer que se encontraba dentro, probablemente en una posición similar a la de Fermín. «Trabajaba como enfermera. Mis compañeras me llamaban «Pajarillo», siempre estaba cantando, sonreía mucho. A veces estaba deseando volver a casa para jugar con mis hijas, para cenar con Fermín, pero nunca me faltaba la alegría. Ahora nunca canto. Como si me hubiera quedado muda. Muda».

86 VOTOS públicos

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