Ganadora IV Certamen joven de relato. «Cuentos de agua»

FALLO  IV CERTAMEN JOVEN DE RELATO «Cuentos de agua»

El viernes 5 de octubre en nuestra NOCHE POE, el jurado compuesto por Mercedes de la Vega, representando a ACE, Asociación Colegial de Escritores de España, Eva Losada Casanova, Directora de La plaza de Poe, Llarina Pérez Salazar, profesora de infantil  de La plaza de Poe y Sebatián Nieves, ganador de la pasada convocatoria, han fallado el IV CERTAMEN JOVEN DE RELATO «Cuentos de agua»:

RELATO GANADOR: Frontera. Marlen de la Torre de 21 años.

Relato inspirado en Caronte, el barquero de Hades, su autora ha abordado temas como  la vejez y el arte, haciendo uso de un lenguaje rico y muy cuidado.

RELATO FINALISTA 1: El tesoro de mi desierto. Marina Boil Sandin.

Un relato de una gran solidez estructural, trabajado y con una cuidada ambientación.

RELATOS FINALISTAS 2 (compartido) Buscando el agua y Surcos. Laura Lasso y Candela Peña.

 

Seleccionados IV CERTAMEN JOVEN DE RELATO «Cuentos de agua»


 

FRONTERA Relato ganador

Pensó en escapar. Robar las alas de aquel martín pescador que sobrevolaba las aguas y seguir la corriente. Río arriba; muy lejos. Pensó en atrapar al único pez que nadaba en esas crueles aguas y sonsacarle su secreto, el único que le tenían prohibido conocer.

Los cuadros que atestaban el salón miraban con tristeza a aquel hombre que, sentado en una silla demasiado ancha para su extrema delgadez, observaba el río Lete perdido en sus pensamientos. Con paciencia, escucharon en silencio el tintineo de su bolsa hasta que este se decidió a darse la vuelta y dejar caer todos y cada uno de los óbolos sobre el parqué. Uno, dos, tres… murmuraba mientras el sol acababa de esconderse.

—Ciento cuatro, Mary —le comunicó a la dama retratada en el cuadro más cercano al suelo cuando acabó—. Hoy he acompañado a ciento cuatro personas.

Eran las primeras palabras que decía desde que había vuelto del trabajo, y Mary lo vio feliz y se alegró por él.

—Uno de ellos me recordó a Juan —continuó señalando al capitán de la marina que, en la esquina, blandía orgulloso un lingote de oro—. No te enfades, Juan, es que tú habrías hecho lo mismo: se negaba a darme la moneda, me repetía su nombre una y otra vez convencido de que, aun aquí abajo, le serviría de algo. ¡Ja! Aquí su vida ni siquiera llega al valor de una dracma. Sin óbolo no hay viaje. No me mires así, Mary. Sabes que son órdenes de arriba. ¿Por qué les dejaría allí con gusto? Me dan mucha pena.

No era verdad. Puede que sí lo fuera al principio; de hecho Álvaro, el panadero enmarcado en la puerta del baño, le vio vomitar muchas veces ante el estrés provocado por las voces que abandonaba; pero eso había sido mucho tiempo atrás. El hombre apartó la mirada de la dama, movió la cabeza sin decidir dónde posarla: en las monedas todavía esparcidas por el suelo, o en el impasible río que tanta ira le producía.

—Ahora muchos llegan sin pago —dijo decidiéndose por el rostro de una mujer sin nombre—. O con otras e inservibles monedas. ¿Qué podría hacer yo por ellos? —se excusó.

Caronte no creía haber conocido nunca a Juan, ni a Mary, ni a ninguno de aquellos personajes que decoraban tres de las cuatro paredes de la sala —la última estaba ocupada por el viejo ventanal—; pero, después de tantos años, ¿a quién hablar si no a ellos? Sí, ¿a quién? En cuanto salía de su casa los muertos lo hostigaban con sus lamentos. La mayoría ni podía hablar, pero quien recordaba el cómo se acercaba con gritos e interrogantes. Buscaban en él respuestas. Un consuelo que él ya no estaba dispuesto a dar.

—Además, si les ayudase a cruzar, ¿vendría alguno hasta aquí? Sí, al principio me seguirían sin ningún problema. ¡Sonreirían aliviados! Pero una vez pasado el río no querrían saber nada más. Ya lo he intentado, tú lo viste. Viste como huían antes siquiera de abrirles la puerta. Solo necesitaban ver el río desde la entrada para querer desaparecer de aquí
—negando con la cabeza se giró con brusquedad hacia Mary—. Entonces, ¿por qué debería ayudarles? ¡No les debo nada a ninguno de ellos! Nunca pedí estar aquí, Mary. ¡Nunca pedí sobrevivir al resto ni quise olvidar a nadie! Podría haber sido cualquiera; alguno de tantos que cada día pasan al Hades. ¡Debería haber sido uno de ellos! No yo; yo no debería estar aquí.

Lo gritaba, alzaba la voz para confirmárselo a cualquier rincón de ese infierno.  Desde el lienzo colgado al lado derecho de la puerta, un joven lo veía hacer aspavientos con los brazos por toda la habitación. Si hubiera podido hablar, se lo hubiese desmentido.

—Oh, Catriel. Te preocupas demasiado. ¿O estás enfadado? Te enfada que interrumpa tu descanso. No. No es eso. Estás cansado, ¿no es así? Cansado de mis gritos, de mis llantos, de mis silencios y mis perdones. ¡Mary! ¡Catriel se ha cansado de mí! También él. ¡También él quiere irse!

El cuerpo se derrumbó, dejó caer su esqueleto al suelo a la espera de que la mujer lo rodeara con sus brazos; solo un profundo silencio invadió su alrededor. Un silencio que lo obligó a escuchar el agua deslizarse unos metros tras sus paredes. Y allí quedó, temblando, mientras decenas de ojos lo miraban compasivos.

Mary había sido la que, en su momento, le había dado la bienvenida, pero, desde donde estaba colgado, Juan fue el primero en conocer al barquero. A unas leguas del ventanal un hombre se acercaba al Lete. Conocía la existencia del pez que moraba en esas aguas, y quería un intercambio. Curioso por la temeridad el retrato avisó a Catriel, quien no tuvo tiempo ni voz con la que advertir al recién llegado. “Te daré lo que exijas. A cambio, te pido seguir viviendo y, si eso no es posible, por lo menos permíteme no morir del todo. Déjame seguir existiendo en el mismo mundo de los que, si cruzara la puerta del Tártaro, dejaría atrás.” Oyeron en el salón estas palabras, y el capitán fue testigo del intercambio: a cambio de su deseo, el rey del olvido le robó a todas aquellas personas de las que él hablaba. Le quitó todos sus recuerdos.

Ahora Caronte escondía su cara en el parqué, notaba como una aguja la mirada de Catriel. Aunque nunca lo reconocería, intuía lo que el joven sabía.

—No pasa nada. Supongo que yo sentiría lo mismo que tú —desde la esquina el marinero notó cómo se recomponía y se arrastraba hacia la ventana—. Al fin y al cabo, desde el principio ha sido culpa tuya. Pero, ¿por qué te importaría? Maldito pez. Malditas tus aguas.

Hacía horas que la oscuridad dominaba la noche cuando el anciano salió del salón, giró a la derecha hasta el fondo del pasillo y, antes de desaparecer por la puerta de la izquierda, preguntó sin esperanza al único cuadro que allí le hacía compañía:

—Morfeo, ¿cuántos metros se necesitan para encerrar los recuerdos de todos nosotros?¿Cómo encontraré los míos entre tanta agua?


 

No olvides que, en breve, convocaremos el

V CERTAMEN JOVEN DE RELATO «Cuentos salvajes»

 

Colaboradores:

logos IV certamen joven

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